"Han pasado los años. He llegado a los 92 años y sigo siendo un estudiante. Nunca dejé de serlo. Por ello, en el 2018, estoy escribiendo el que podría ser mi último libro, el número 18."
Imagen: Colocación de la medalla Premio de Excelencia por la esposa del presidente Manuel Prado a Carlos Fernández Sessarrego, 1940
Vivía en Barranco. Tendría aproximadamente cuatro años de edad. Asistía a una escuelita de barrio para empezar mi aprendizaje. Ese año de enseñanza se llamaba, en aquella época, Kindergarden. Me veo jugando con unas pequeñas sillas de paja, las que juntábamos para, con mis compañeros, empujarlas como si fuera un tren.
La familia se mudó a la urbanización Santa Beatriz, en Lima. Me matricularon en una escuelita cercana a casa para cumplir con lo que se conocía en aquel tiempo como Preparatoria. Éramos pocos estudiantes. Aprendí con entusiasmo lo que nos enseñaba la profesora, la señorita Sofía Arteaga. Mantengo su nombre en la memoria porque conservé, por años, un diploma de pequeña dimensión que señalaba que había obtenido la nota de 20 en el examen final.
Mi abuela Felicia me llevó de la mano al Colegio Italiano “Antonio Raimondi”, también cercano a casa, para matricularme en el primer año de Primaria. Nos recibió el Director quien le dijo a mi abuela que me iban a tomar un examen para conocer si estaba apto para ingresar al primer año en referencia o, de lo contrario, tendría que repetir Preparatoria.
Al rato retornó el doctor Barioli, que así se apellidaba el mencionado Director, para comunicarle a mi abuela que me matricularían en el segundo año pues conocía todo lo que se enseñaba en el primer año. Así ocurrió. Nunca cursé el primero de Primaria.
Quien me fabricó como ser humano - estoy seguro que fue el Dios en el que creo – me concedió la capacidad de aprender rápidamente lo que se enseñaba y tener buena memoria. Estos dos ingredientes, más mi entusiasmo por el aprendizaje de novedades, permitieron que todos los años transcurridos en el Colegio obtuviera el mejor promedio en calificativos que me colocaron en el primer puesto en el plantel.
En el cuarto año de instrucción Primaria, en el que contamos como profesor al excelente y conocido educador Humberto Santillán Arista, estuve enfermo casi todo el año, a pesar de lo cual conseguí el segundo puesto de la clase.
En mi libreta de notas el profesor escribió: “Para el próximo año será mi mejor alumno”. Llegué orgulloso a casa. Mi abuela la leyó y me dijo que sano o enfermo yo debería ser siempre el primero. Lo consideré una injusticia. Ahora, décadas después, dentro de un contexto, comprendo que fue el estilo exigente que ella adoptó en el proceso de mi educación.
Cursaba el primer año de instrucción Secundaria cuando murió mi abuelo, quien era el sostén económico de la familia compuesta por mi abuela y por mí. Carecíamos de familiares cercanos. Yo era huérfano de madre y mi padre, muy joven, residía en el extranjero pues, habiendo perdido a su madre, no tuvo a quien encomendar mi crianza. Por ello quedé en el Perú con mis abuelos maternos.
El Colegio, justo en aquel momento, creó el premio de Excelencia que se otorgaba al mejor alumno del plantel. Para nuestra buena estrella la distinción conllevaba el obtener una beca de estudios, con lo cual no pagamos por mis estudios.
El problema fue el de las propinas. No tenía a quién pedírselas. La situación en que quedó nuestra economía no lo permitía. Apenas, en aquel momento, cubríamos nuestras necesidades básicas. Felizmente cuando terminé el Colegio pude trabajar y contribuir a la economía de nuestro diminuto hogar.
La necesidad por contar con algún dinero para ir al cine y acceder a otros atractivos movió mi ingenio y me dediqué al comercio para lograr la referida propina. Recuerdo que compraba un kilo de caramelos en la firma “Arturo Field y la Estrella Limitada”, los embolsaba en papel transparente y los vendía a los estudiantes del plantel. Por cada sol de inversión obtenía tres de ganancias. Reinvertía un sol y obtenía dos de utilidades. Esa era mi abultada propina en aquel tiempo.
Al ver mi éxito surgió la competencia y tuve que ir, de cuando en cuando, cambiando de productos en venta. Así, vendí pabilo para volar cometas, canicas, figuritas de artistas populares en cuadraditos de película que me regalaban los productores y hasta estampillas.
Así llegué a terminar el Colegio. Esperando el tranvía para dirigirme a la Casona de San Marcos para averiguar el costo de la matrícula me encontré con quien fuera mi profesor de Literatura en el quinto año de Secundaria quién me preguntó qué estaba haciendo. Le respondí que buscando trabajo para pagar la Universidad.
Su respuesta fue salvadora pues me dijo que me iba a recomendar a la revista “Turismo” que se editaba en aquel tiempo – 1943 – para que me tomaran como trabajador de la empresa. Así sucedió. Le quedé muy agradecido.
Tuve la fortuna de conseguir una beca en la Universidad en virtud de mis buenas notas obtenidas en el examen de ingreso y como resultado de la visita de las asistentes sociales a mi hogar, las que comprobaron que no estábamos en condiciones de hacer un pago adicional a los que ya teníamos que cubrir.
En 1943 ingresé a la Facultad de Letras de la Universidad de San Marcos donde culminé mis estudios en 1946. Centré mi interés en los estudios de Filosofía habiendo sido, en gran medida, un autodidacta en esta materia.
En 1945 inicié mis estudios de Derecho, los que concluí en 1949. Seguí luego en el Doctorado. Me recibí de Doctor en 1961 con el libro La noción jurídica de persona, el que mereciera un Premio Nacional de Cultura.
En la Facultad de Derecho mi preferente atención se volcó en la necesidad de determinar cuál era el objeto de estudios de la ciencia jurídica. En aquel tiempo existían hasta tres posiciones: los que mayoritariamente sostenían que era la norma jurídica, los que afirmaban que era la justicia y los que se referían a la conducta humana.
Como comprendí que una disciplina científica no podía dudar en lo concerniente a cuál era su objeto de estudio me dediqué, afanosamente, a descubrir y precisar cuál de esos tres objetos correspondía al de la ciencia jurídica.
Los resultados y conclusión de tal empeñosa búsqueda los volqué en mi tesis de Bachiller, Bosquejo para una determinación ontológica del derecho, de 1950. Ella, después de 37 años, se publicó como libro El derecho como libertad, cuya cuarta edición es del 2017.
En la tesis se concretó la “Teoría Tridimensional del Derecho” que considera que el objeto de estudio de nuestra disciplina es la interacción de vida humana, valores y normas. Ninguno de éstos es de por sí Derecho, pero ninguno de ellos puede faltar.
Han pasado los años. He llegado a los 92 años y sigo siendo un estudiante. Nunca dejé de serlo. Por ello, en el 2018, estoy escribiendo el que podría ser mi último libro, el número 18.