Nuestro colaborador Christian Cervantes nos comparte un nuevo cuento de su autoría.
El camaleón había cambiado de color. «Todo en esta oficina ya venció, hasta yo. La piel de mis códigos se ha ido arrugando hasta convertirse en una capa de polvo blanco, como los pelos de mi soledad. Aún sigo litigando contra la miseria de mi estudio decadente viendo una amarillenta foto de quien —algún tiempo atrás— fue abogado.
El humo atraviesa chimeneas, y yo: tristezas. Suelo poner mi oído en el corazón del expediente y escucho sus latidos. Memorizo su textura y escribo en un papel hacia donde irá a parar finalmente: el archivo. Los abogados no somos poetas sino científicos. Por eso inflamos nuestro estatus con diplomados, sellamos algunos escritos con la dogmática de un fanático o —hasta que vuelva la luz— hacemos pósitos con nuestras manos.
En 40 años de litigante me he vuelto virolo al intentar descifrar la justicia de los códigos. Ya nadie recuerda mi despacho: calle Procesos 406, oficina 302, especialista en temas laborales, penales, civiles, políticos y hasta del amor. Las paredes de esta oficina aún recuerdan los años de gloria cuando no había necesidad de usar casilla electrónica, ni estudiar maestrías, ni hacer una investigación y que —para hacerte un camino en el Derecho— solo bastaba con ser ahijado de un magistrado. Tantos años sentado frente a mi máquina de escribir concluyen en una sola hipótesis: el positivismo me ha podrido. La dentadura de la facultad de Derecho me ha masticado a mí y a otros hasta convertirnos en jueces, fiscales, pordioseros y políticos.» Pensó el Dr. Angulo en la oscuridad mientras abandonaba sus ideas, despegándose de la ventana para dirigirse a cerrar su oficina. Allí vio entrar a Cándida Sumiri, la única cita prevista para hoy. Estaba a punto de despedirla cuando la luz volvió.
La hizo pasar a su estudio y recordó su caso. Una Demanda de alimentos: con un petitorio de 500 soles tramitado en el 12° Juzgado de Paz Letrado en Hunter, notificado el demandado con edictos, no contestó, nombrándose curador procesal se continuó con el proceso, en la audiencia única hubieron lágrimas hasta que ayer le llegó la sentencia. ¿O quizás haya sido un sueño cuando vio al notificador tocar su puerta a medianoche para entregarle la resolución y luego desaparecer sonriendo? Deshuesó el expediente e intentó recordar. Ahora los notificadores dormían de pie como lechuzas custodiando a la estatua de la justicia. ¿Qué hacer? Pues, apelar, era una forma de extender sus honorarios.
—Empezó a cantar: Legitimidad para obrar, saneamiento procesal, puntos controvertidos ¿sabe Ud., que tienen todos ellos en común, señora Sumiri? —recitó el Doctor, sumergiendo su adiposa humanidad en el sillón. —¡Son elementos del proceso civil, de la ley! Y yo ¡conozco la ley al dedillo! Señora. Por eso me parece imperdonable la sentencia del juez: 250 soles de pensión es una miseria.
—Doctor, significa que ¿hemos perdido? —respondió Cándida Sumiri. En sus brazos se balanceaba un bebe gigante, mamón: Matías Huaranca Sumiri.— ¡Necesito ese dinero! La venta de refrescos anda muy mal y mi hijo necesita tratamientos para curar su Ictericia. ¡Doctorcito! ¿Y si vamos donde el juez para explicarle nuestra situación? —Dijeron al unísono— sus labios gruesos, oxidados; sus ojos grises apoyados en sus pómulos exprimidos por la lactancia y el litigio, al abogado.
La ignorancia de Cándida había sido el catalizador de un discurso izquierdista, utópico que germinaban en labios de Angulo.
—¡Que injusticia!, ¡Tenemos que apelar! — gritó el abogado castigando con su puño el escritorio de metal, generando un temblor entre los lapiceros.— Ese hombre va a pagar esos 500 soles, ¡se lo juro!, jamás permitiré que un menor esté desamparado por un padre negligente. Ese sinvergüenza se las va a ver conmigo ¿Quién se habrá creído? ¡Comemierda, Musarapo, Mequetrefe, Gandul! Cándida: confía en mí. El juez es mi amigo, la apelación es solo la formalidad. El demandado va a cumplir, si no dejo de llamarme ¡Joaquín Angulo, el defensor de las madres solteras!
Los ojos de Cándida Sumiri bailotearon sobre el rostro del Doctor Angulo intentando encontrar algún vestigio de hermosura en aquel dolicocéfalo, no la encontró.
—Usted, es un ángel doctor, ¡un ángel!— rezó la señora Cándida estirando su cuello para besar el anillo del abogado.
—Esta profesión es bendita, señora. Bien. Necesitamos pagar varios aranceles, dos legalizaciones, sacar un juego de copias certificadas, pedir documentos a la RENIEC, redactar una escritura pública y hablar con el juez… y eso cuesta señora por lo menos 250 soles.
—Se requieren muchos trámites ¿verdad?, Tengo solo 100 soles, doctorcito.
—Déjelos, veremos que se puede hacer.
—¿Cuándo regreso?
—En dos meses. Del trámite me encargo yo.
—¡Dios lo bendiga!, Usted es uno de los pocos abogados con principios que existen. ¡Ojala todos los hombres fueran así! Hasta pronto ¡Doctorcito!
Cándida Sumiri traspasó el umbral. La maternidad les acentuaba muy bien a todas las mujeres. Joaquín Angulo se erizó como un gato y entró en calor. Sintió un cosquilleo en la entrepierna. Algo se había despertado. Despidió a la mujer no sin antes estudiar sus caderas. Se acomodó el calzoncillo y con esa mano arrugó el billete con el rostro de Jorge Basadre para sumergirlo en su zapato izquierdo.
Esa sería la única apelación pendiente de su infértil labor. El derecho era un método de volver blanco lo negro y negro lo blanco. Las telarañas eran logotipos de los procesos. Las filiaciones enmohecían gracias a las notificaciones inválidas. Alimentos, tenencia y régimen de visitas eran procesos dignos del olvido. Los magistrados los apelotonaban como juguetes viejos en el sótano de sus casas. Los muros de palacio poseían una pulcritud etérea, escondían a algún procesado para convertirlo, luego, en secretario de juzgado. Inmenso, aparatoso, engranaje judicial, rey del sacro imperio: vistos y considerando. Implacable con los pequeños, triturador del tiempo, se ramificaban sus tentáculos hacia todos los despachos, engrosando expedientes o abortando casos. A ese mundo pertenecía el Estudio Jurídico Angulo Sáenz: De Barba precolombina, lentes de Carey, ojos de mosca, flaco, Joaquín había decidió buscar un candelabro y tener el fosforo a la mano en caso de un nuevo corte de luz, cuando alguien jadeante entró de inmediato.
Cándida salió de esta oficina ¿verdad?, entonces asumo que tú debes ser su abogado: Joaquín Angulo.— dijo la sombra de un hombre en los azafranes del misterio.
— ¿Quién es Usted? —Chilló el abogado— ¿con qué derecho se atreve a tutearme y encima dentro de mi oficina? En las manos de Joaquín aún se aferraba el candelabro por temor de caer al vacío. Lo puso en el primer cajón de su escritorio, cerca de los restos de comida devorados hoy en su desayuno.
¿Alguna vez podremos comprar un sol de pan presentando un arancel judicial? Se decía, Joaquín mantenía una relación indiscutible entre los alimentos y el trabajo. Con una mano foliaba algún escrito y con la otra engullía bocados de tostado con queso. La cocina, el dormitorio y hasta los servicios higiénicos estaban acondicionados en su estudio. El olor a tinta y aderezo era nocivo.
—Soy Samuel Huaranca. Hoy recién he vuelto de la mina Angasmarca y recién tomo conocimiento de esta demanda. He investigado todo sobre Ud., Doctor Angulo. Sé que asesora a Cándida en los alimentos y deseo terminar con ese asunto ahora mismo. Conozco el calibre de sus «principios» y todo en esta vida tiene un precio. ¿Cuál es el suyo?
—¡Se equivoca señor! me está confundiendo. Yo soy el defensor de las madres solteras y usted no tiene ningún derech...— le increpó el doctor inyectándole una mirada recalcitrante.
La sombra de aquel hombre cosechó de su maletín un fajo abultado de billetes y lo liberó en el escritorio, luego otro y con un tercer fajo fulminó la voluntad del letrado. Eran 1500 soles en efectivo. Joaquín jamás había recibido tal cantidad de un solo golpe y menos por una pordiosera demanda de alimentos. El abogado se subió el pantalón, lambisqueó sus manos ante la fulguración del dinero. Su talante cambió.
—Me arruinó al demandarme. Mi actual pareja se ha enterado que tengo otro hijo y ahora estoy ahorcado con las liquidaciones devengadas que usted hizo, ¡son una barbaridad! ¿Quiere saber qué pasó? Pues Cándida me buscaba, y como macho que soy tuve que montármela. Usted es hombre y sé que me entiende ¿verdad?
El abogado tocó el expediente de alimentos, meditó y le pronosticó su final: el archivo definitivo. En su mente calibró el destino de esos 1500 soles hasta ahora inmaculados.
—Jamás en toda mi trayectoria he ido contra la verdad. Pagar alimentos es la injusticia de los hombres de trabajo como usted. Y a ellos ¿Quién los defiende? Le entiendo pues también estuve en su lugar. En la vida hay mujeres manipuladoras, aprovechadoras, fáciles, usted no se preocupe, no tiene por qué cumplir con los alimentos. Haremos justicia en su caso, sino dejo de llamarme ¡Joaquín Angulo, el defensor de los padres responsables!
En su oficina la luz volvió a irse.