Cuento Ganador del 2° puesto en el III concurso nacional de cuentos jurídicos ‘FABELLAE IURIS’ organizado por la PUCP. Publicado en la Revista de Derecho&Sociedad Nro. 46° en Lima.
Desde New Hampshire hasta Huancané. A muchos miles de kilómetros lo había leído y recién hoy, lo pudo conocer. ¿Cómo funciona el cerebro de un novelista? Alicia no dejaba de pensar que, ese hombre alto, macizo, de cejas espesas y cabellos ensortijados, tenían la pluma más afilada de los últimos 50 años. Sus personajes ¿Acaso alguna vez existieron en la realidad? Alicia tenía su lista de preguntas, varios libros sin autografiar y una grabadora con la firme intención de recordarle muchos años después que los sueños si se vuelven realidad, para la ansiada entrevista al famoso escritor. Eduardo Chavarry se reclinaba en el sofá custodiado por el retrato al óleo del poeta Cesar Vallejo, esperando la siguiente pregunta. Abajo en la terraza, Naty la sirvienta, tambaleándose se acercaba con una charola y dos vasos de zumo de melocotón. Bebida favorita de Eduardo. Alicia termino de apuntar la última respuesta del escritor: “Había estudiado Derecho hasta el 5° año y allí en la facultad, conoció a sus mejores amigos. Nando Osterli actual Defensor del pueblo y por aquellos años maratonista, el intelectual Maxi Arias que dejo los versos y la rima por dedicarse de sol a sol a la cátedra universitaria en la PUCP y el entrañable Salvatore Vásquez que desde aquellos años en las aulas se perfilaba como un político prometedor y a la fecha es candidato del partido Alianza Nacional de Peruanos Lideres (ANAPEL) y empresario transnacional”. Todas unas joyas coyunturales, pensó Alicia. En serio ¿se hacían llamar “cuarteto de nos” como la novela?
–Su novela “Cuarteto de Nos”, contiene muchos episodios de las aventuras con sus amigos. ¿Todas estas anécdotas son reales? – dijo Alicia.
– La novela parte de la verdad pero termina en la ficción –Dijo el escritor. En esa novela ciertamente hago un homenaje a aquella larga amistad que nos unió. Respondía mientras tomaba su jugo de melocotón.
– y ¿cada cuánto tiempo se reúnen? – pregunto la entrevistadora
–Al primer síntoma de alejamiento nos vemos. Eso sí, no ha pasado un solo periodo que no nos juntemos por lo menos 2 veces. Este año luego de la entrega del premio Román Callirgos regresé de España con el único propósito de compartir una cena con mis amigos, casi siempre, en casa de Salvatore Vásquez.
– ¿y su familia?
– ¡Pues tengo un primo perdido en los confíes de la Patagonia y a Naty, que está reconocida como mi hija pero ella no lo sabe! – Dijo Eduardo. Intentando disimular una sonrisa y cambiando de posición.
Fue inevitable. Cuando el escritor escuchaba la palabra “Familia” cambiaba de posición en su asiento y con el mejor sentido del humor disimulaba su incomodidad. A pesar de los años y las peguntas, Beatriz del Pino venía a sus recuerdos al igual que su hija, a quien nunca pudo conocer. ¿Por qué no había rehecho su vida?, ni el mismo lo sabía. Debajo de ese caparazón de escritor cincuentón, sufrido, ermitaño se había escondido la tristeza de una soledad compensada únicamente con los 20 libros publicados y los incontables viajes como profesor invitado a México, España o Francia. Cuando regresaba al Perú sentíase como ave en su nido. Disfrutaba de su mansión construida en Huancané, en honor a su trayectoria literaria. La vida de campo le permitía escribir y recordar.
–Existe un común denominador en casi toda su obra escrita. En todos ellos aborda el tema de la ley y la justicia. ¿Qué tan determinantes fueron aquellos años universitarios en la facultad de Derecho para escribir en 20 libros acerca de los abogados y el mundo jurídico?
–En gran medida, creo que si no hubiese estudiado Derecho ahora no sería escritor. – Dijo el novelista mientras secaba la última gota de melocotón aferrada al vaso.
– ¿acaso hay una relación entre el Derecho y la literatura? – pregunto de inmediato Alicia.
– Desde luego. Sino pregúntele a Don Quijote, Shylock o a Joseph K. ¿los ha leído? Cuando era practicante de un estudio jurídico penal conocí muchos casos dignos de una novela.
– y Recuerda algún caso en especial...
– Sí. El Caso Almeyda logro desanimarme de la carrera.
Los ojos aterciopelados de la entrevistadora se erizaron como la pestaña de un gato. Su bufanda roja parecía haber contagiado el rubor de sus mejillas quizá disimulando el hecho de estar en la sala de una mansión ubicada a más de 3000 km de New Hampshire. Estaba nerviosa. Era observada o ¿estudiada? por esos retratos de escritores extintos, miméticos, filantrópicos desentrañando su silueta femenina con sus miradas fijas, se sentía como una víctima de estupro en cámara Gessel confesando sus pecados ante un fiscal eclesiástico. Acaso ¿eran tan intimidantes los rostros de Albújar, Valdelomar o Vallejo? Típica casa de escritor. ¡Los cuadros parecían reales! La terraza azulgrana, las lumbreras francesas, la losa de mármol cóncava, los floripondios y guirnaldas pasaron desapercibidas ante sus ojos por culpa de esos cuadros tatuados en ambos lados de la sala. Alicia se concentró en las preguntas. Pues no todos los días tenía la oportunidad de conversar con su más grande ídolo literario: Eduardo Chavarry. Ella recordó aquella vez que en el palacio metropolitano cuando se armó de valor para pedirle al escritor una entrevista. Y el sueño empezó a florecer. Lo había leído desde los 13 años cuando aún estudiaba en New Hampshire EE.UU. Hasta allá llego su libro “Buscando a mi hija”. Una novela genial de un autor peruano. Las palabras enamoran cuando salen del corazón. Alicia siempre creyó que Eduardo Chavarry escribía para ella. El destino es juguetón, un travieso. Y hoy, 12 años después, ambos eran víctimas de su enredo. Ella estaba lista para la siguiente pregunta que le formularia al novelista.
– En su obra autobiográfica “Toda una vida” (2014), afirma que el día 27 de diciembre de 1990 decidió ser escritor. ¿Qué fue lo que sucedió para que en un día decida toda su carrera literaria?
El destino es juguetón, un travieso. Eduardo Chavarry escarbo en el túnel de sus recuerdos viajando muchos años atrás, hasta donde le alcanzo la memoria. ¿Siempre quiso ser escritor? Allí vio flotando en espirales elevándose al cielo sus dibujos de la infancia, crayones, temperas, colores faber-castell. Quería ser pintor a los 6 años. Hasta que aprendió a leer. Cambio los paisajes por la lectura. Los retratos familiares por las fabulas de Esopo. Su imaginación empezó a despegar. Nunca pensó, a su tierna edad, en llegar a ser Neruda o Heinrich Böll. Leía por placer. Y hasta dejo las canicas y más tarde a las chicas, por morder cualquier libro que llegaran a sus manos. Cuando ingreso a la facultad llevaba consigo cuentos y novelas de Chejov, Kafka y Malraux. Incluso en su etapa de practicante resolvía los casos penales inventando historias. Para él, la literatura y el Derecho eran el anverso y reverso de una misma moneda. Hasta antes de conocer el caso Almeyda.
– El año de 1990 fue clave en mi vida. Aun estudiaba Derecho… en realidad es una larga historia.
– Me gustaría escucharla. – dijo Alicia decidida adoptando una posición firme para no perderse ningún detalle.
Desde la aparición de Alicia en el umbral de la mansión, a las 7:00 am, atildada, puntual, firme y de ojos negrísimos, ya habían pasado 2 horas de conversación. Eduardo se aseguró de preguntarle por su pasado académico. Ella había estudiado toda su vida en EE.UU. A los 20 años vino al Perú en busca de su pasado familiar. Comenzó a estudiar Derecho en la UJOMA[1] y ahora cursaba el 5 año, sus ojos negros eran sinceros. Gracias a Dios no era periodista. Además había leído todos sus libros. El escritor le creyó porque ella dio detalles escondidos de varias novelas. Incluso podía decir frases enteras de memoria. Cuando Eduardo la vio por vez primera, sus ojos se le hicieron muy familiares. ¿Del pino? Eduardo decidió contarle la historia del 27 de diciembre de 1990, cuando era un practicante de Derecho
– Ingrese a la Universidad el año de 1985. Fue todo un acontecimiento. En la humildad de mi vecindario mis padres alzaron la cabeza por encima del rebaño, irguieron el pecho y dejaron de ser, al menos por un momento, el herrero y la vendedora de frutas, para ser los padres de un futuro abogado. Soñé con llegar a ser el sucesor de Roxin y Zaffaroni. Deshuesaba los artículos del código penal, declamaba los tipos penales en las noches, estudiaba las teorías hechas en clase al detalle. Me estaba convirtiendo en el pequeño Gunter Jacoks peruano. El Doctor del curso de Penal General IV nos sumergía en los inextricables eslabones de las teorías del Delito. ¿El error de prohibición invencible hace atípica la conducta? Responda, ¿la legitima defensa es un derecho o un deber? Antes de dormir, Ansioso, empalagoso, oso adicto a miel de colmena, leía los gruesos tomos de Claus Roxin antes de caer rendido en la cama, y soñar, casi siempre, con el Derecho. “El destino es juguetón, un travieso”. Al final del curso de Derecho Penal obtuve nota sobresaliente y pronto me entro el bichito de llevar casos reales. Gracias a un amigo- enemigo conseguí prácticas con el Doctor Taboada, un picapleitos. Prácticas son prácticas. Y me sentía encaminado en la carrera, como Moisés en dirección a la tierra prometida. Mi memoria no diluye los recuerdos de esos años. En ese mar de firmas esparcidas como hongos cerca del poder judicial la oficina que le pertenecía al Doctor Taboada era una espora en una seta, olvidada en la esquina de la Av. Los escribanos con la Av. Tramitadores. El edificio se llamaba “Galerías de la ley”. Las oficinas del costado estaban topadas por curanderos, odontólogos, notificadores y litigantes. El aroma a papel sellado, tinta liquida, billetes arrugados, aranceles judiciales, llenaba mis pulmones hasta la última válvula. Una máquina de escribir, dos sofás y 5 tomos de Carnelutti eran todo el inventario del estudio. Herramientas suficientes para empezar a litigar. Llegue preñado de conceptos jurídicos listos para ser disparados ante la situación más oportuna. Desde las aulas universitarias hasta los primeros peldaños de los procesos me vi envuelto en una verdad, que hasta entonces desconocía: Los abogados están dispuestos a esperar los problemas o incluso hasta inventarlos. ¡Los litigantes pueden perder un caso pero un abogado nunca! El mejor reflejo de aquello era el caso Almeyda.
– Singular aforismo. Ya que lo menciona ¿Qué hace del caso Almeyda algo tan especial?
– Pues fue mi primer caso oficial. Un expediente de 500 folios. El protagonista era Ichigo Almeyda, un violador. Quien diría que años más tarde, Ichigo se convertiría en un gran amigo mío. Jamás me había detenido a analizar un expediente con tal ahínco como en ese caso. La historia empezó en alguna comisaria de la metrópoli, cuando Carmencita Almeyda Chalco, una adolescente de 17 años interpuso una denuncia por violación sexual contra su padre, Ichigo Almeyda. Con una madurez intimidante les dijo a los policías que el acto se había producido desde que ella tenía 13 años. Porque a esa edad, Carmencita recién salidita del Albergue “Monjitas del porvenir”, querendona y mentirosa, era reconocida como hija legitima de Ichigo y Lucrecia. Atrás había quedado su pasado, su edad y sus antiguos padres, para recomenzar una nueva vida junto al matrimonio Almeyda. Desde la adopción de Carmencita, en su Curriculum vitae figuraba la edad de 13 años y no 18, ser virgen y no lolita, gustar de las muñecas y no la polla, y por sobretodo no ver a Ichigo como un padre sino como un amante. Su Madre Lucrecia Chalco de 40 años que recién se había enterado de todo cuando esa tarde, horas antes de la denuncia, Carmencita lloraba desconsoladamente en la cocina y su madre le pregunto qué le había pasado pero ella se convertía en lagrima y entre sollozos le confeso, según la declaración de Lucrecia, que Ichigo la violaba desde el momento que la sacaron del Albergue. Su hermanito menor, Moisés Almeyda Chalco de 1 añito solo atinaba a chuparse el dedo. Ichigo Almeyda fue detenido y gracias a una prisión preventiva, llevado a la carceleta por 20 meses, mientras se ventilaba su proceso. En las declaraciones de Carmencita, ella refirió haber padecido el ultraje de los insaciables apetitos sexuales de su padre cada vez que este llegaba de la mina. En el examen médico legal, se concluyó que ella había dado a luz en algún momento de su vida. Y su hijo, ¿Dónde estaba? Carmencita Almeyda negó haberlo concebido, luego dijo no recordar el parto. Se practicó una prueba de ADN a todos los involucrados. ¿El resultado? Ichigo resulto no ser el padre Biológico de Carmencita. Carmencita tampoco era hija bilógica de Lucrecia. Y el pequeño Moisés paso de ser el ficticio hermano menor de Carmencita a ser su hijo legítimo teniendo como padre a Ichigo. Carmencita, conocida en el barrio como “gripe”, porque todos la habían tenido, mentía más que pinocho. Mintió acerca de su edad. Mintió ser hermana del pequeño Moisés. Y acaso ¿Mintió sobre la violación? El examen del médico legista era convincente, había tenido relaciones sexuales en repetidas veces. Lo cierto es que Ichigo regresaba de la mina solo por 10 días y encontraba en casa a su tierna y nada discreta hijastra haciéndole señales de poseerla hasta la saciedad. Lucrecia, la hasta ahora abnegada e inocente madre, trabajaba todo el día. Y allí, cuando Ichigo volvió a Pacasmayo, Carmencita concebía un hijo diciéndole a su madre que fue producto de una relación con algún enamoradito del barrio. Lucrecia decidió reconocer al pequeño Moisés como suyo, para evitar el truncamiento en el futuro de su hija, mientras Ichigo se rompía el lomo en la mina bajo el sol inclemente pensando en el cuerpo de Carmencita. La prensa olvido por un mes la hiperinflación de los años 90´s y se adueñó del caso, anestesiando e incitando a la población, a condenar a Ichigo, el violador. Lo que no está en el expediente no es de este mundo. Hasta allí las cosas parecían terribles: Un hombre, fingía ser el padre de una menor de edad. La violaba desde que ella tenía 13 años. La embarazo. Oculto el crimen durante 4 años. Acto reprobable a todas luces. Hasta yo creí que era culpable. Como el derecho vuelve blanco lo negro y negro lo blanco, el Doctor Taboada se entusiasmó por condenar a Ichigo a cadena perpetua por Violación a la libertad Sexual de menor de edad. Art 173 inc. 2 con agravante del último párrafo del Código Penal. Si ganamos el caso traerá enorme publicidad a nuestro estudio. Junto al fiscal emprendimos una alianza a fin de condenar a Ichigo sea como sea. Se formalizo la investigación preparatoria, se hizo un requerimiento de acusación y llegamos al juzgamiento. Durante el juicio oral el proceso dio un giro inesperado hasta convertirse en una novela mexicana. Pues antes que Adán y Eva vinieran a ese mundo, Carmencita Almeyda no era virgen. En su historial se descubrió su pasatiempo: desvirgar a los pajeros del barrio. De allí paso a la liga amateur apuntando en su lista a su padre. Pero el Cazador resulto cazado. Ella termino enamorándose de él. Antes de la expedición de sentencia, confeso haber consentido todas las relaciones sexuales. Confeso el amor a su padrastro. Confeso tener la intención de arrebatárselo a su madrastra. Confeso ser ella la madre biológica de su hermano Moisés. Confeso haber mentido respecto a la violación por que su madre la amenazó con matarla si no lo hacía. Confeso sentirse presionada por la fiscal. Confeso haber inventado hechos que nunca sucedieron. Pero que ahora se arrepentía de todo. Ni al Doctor Taboada, ni a la fiscal, ni al juez les importo está declaración, porque la justicia mediática necesitaba encontrar un culpable y lo iban a encontrar o, como a los problemas, a inventarlo. El pudor, la moral, los periodistas, el juez y la sociedad estaban en contra de él. El proceso siguió su cauce y desemboco en el rio de los 30 años de prisión. Estuve presente en la lectura de su sentencia. Ichigo Almeyda, desgarbado, de cabeza hirsuta, piel agrietada, minero, sin un debido proceso era condenado en una terrible injusticia sin dar marcha atrás.
Alicia cambio su performance de entrevistadora a ser analista jurídica.
– Si al final se descubrió que Carmencita mentía y ella misma dijo consentir las relaciones, la condena de Ichigo fue en absoluto injusta. –dijo. Entonces ¿a partir de este caso se dio cuenta que abunda la injusticia en el campo del Derecho? Esto influyo en su vocación de escritor. ¿Verdad?
– Así es. – Dijo Eduardo Chavarry. Me di cuenta del mundo en el que me había metido. El Derecho es una caja de Pandora, Alicia.
– ¿a qué mundo se refiere?
– Al que vivía entre la universidad y las prácticas pre-profesionales. Pues mi vida se parecía a la de un camaleón: cambiaba de color. Mis tardes universitarias enfriaban mis aires de pleitista y me retrotraían a mi verdadera realidad: una facultad de Derecho con llagas, anquilosada por un centenar de rábulas, roída por la anarquía ante la falta de estatutos y muchas veces invadida por forasteros que extendían sus colchones cerca de la estatua de la justicia viendo cómo se fabricaban en las aulas –al por mayor- jueces, fiscales, congresistas, embajadores, una especie de secta mágico-religiosa conocida bajo el título de “abogados”.
Salvatore Vásquez, comprometido hasta el tuétano con el destino político de la facultad, nos decía como hervían las tendencias izquierdistas en el área de ciencias sociales y nuestra oportunidad de llegar a convertirnos en tercio de facto, era más que un capricho una necesidad, hasta que la situación volviera a su color normal. “Si avanzo, seguidme; si me detengo, empujadme; si retrocedo, matadme”, nos alentaba Maxi Arias en un tono poético citando al Che Guevara. Nuestras reuniones clandestinas las denominamos “cuarteto de nos”, eran principios de los 90 y la ilusión de 4 amigos por llegar al poder estudiantil se combinaba con mítines, seminarios, ferias, huelgas, chicas y la bohemia. Entre estás ultimas llegue a conocer a Beatriz. Elegida Reyna de la primavera de los cachimbos. Mi menor por 4 años, dueña de una madurez real, me quede prendado de sus ojos negros aterciopelados. Fue mi único gran amor.
Eduardo Chavarry observo a Alicia con el rabillo del ojo. Ella lo observaba con esos ojos húmedos, negros, sin despegarle la mirada, concentrando su atención en sus palabras, disecándolas, vocalizando su significado: lo escuchaba de verdad. El escritor sentía unos deseos de abrazarla pero se abstenía. Alicia se impaciento por el torpe silencio que género Eduardo. Ella se parecía tanto a Beatriz. Tanto. “El destino es juguetón, un travieso”. Y hoy, 12 años después ambos eran víctimas de su enredo”.
Entre Beatriz, el tercio y los procesos judiciales transcurría mi vida universitaria aquel agosto de 1990. De oficinista por las mañanas y de Romeo por las tardes, aun soñaba con el despacho propio. Con esta idea onírica, iba hacia el estudio del Doctor. Taboada. Él solía trastornarse con la comida y el Derecho. Siempre me decía: Hoy toca “Bistecs de audiencia preliminar, estofado de alegatos y un picante de trámites en los juzgados”. Estar en el palacio de justicia significaba esquivar las minas ocultas en las losetas, erguir la cabeza, enderezar la espalda, esculpir una sonrisa y moverse rápidamente para no levantar sospechas, aparentando seguridad. Actitudes insoslayables de todo hombre de leyes. No olvido el hecho de cargar, en todo momento, un expediente de Nulidad o un tomo de Planiol, símbolo de erudición, ante cualquier emboscada de algún cliente insatisfecho. A eso le sumamos el surtido vocabulario del abogado: entre latinazgos y eufemismos se encuentra algo de fuerza jurídica. “Que sería de un perfume sin el empaque correcto”. Sacos y corbatas, pantalones y zapatos, todos usaban lo mismo pero les calzaba distinto. El terno: es el uniforme escolar del abogado. ¡Camisa blanca y saco negro!, contrasta su función diádica: defensor o acusador, demandante o demandado, ofensor u ofendido, acreedor o deudor. Con ciertas pinceladas, de este representante de intereses ajenos, tenemos el retrato completo: la misión ambivalente que desempeña el abogado. Corbata: Signo de gallardía y vanguardia. Se entrevé en su pecho un pedazo de tela, especie de boleto a las más exquisitas salas, o alcurnias reuniones de corbatas singulares. Como si fueran quipus, sus nudos son anchos o delgados, de 3 o 4 pasos, todos las usan como elemento homogeneizador de estirpe, de casta. En los tribunales reflejan su poder ¿acaso una corbata de marca, bien planchado y de vistosos colores no tiene impacto en una decisión judicial? Quizá para la dama ciega de la espada y la balanza esto tenga poca relevancia pero para aquel magistrado, pendiente de la moda, sin duda será un reflejo de una relación simbiótica con su interlocutor. Esa corbata que aprisiona, arrincona, estruja sus cuellos, que en un desliz y sin querer queriendo pueden causarle una morbidez facial si el que la usa, de sus labios profiere mentiras y patrañas será a cuenta de lo ajustado del nudo o de lo largo de su lengua. Zapatos: la descripción del abogado termina con una brillantez del cuero de sus herrajes cuya parte inferior parece estar dotado de un graznido tenue al dar marchar a su rápido andar, los zapatos son el alma, la pureza o la cochambrosa intención del letrado al enlistarse en un juicio. Por ellos deducimos si esa persona es aseada, responsable, cuidadosa, atolondrada o mentirosa. En su lustre se nos impregna la rigurosidad y el tiempo necesario que tuvo que ser empleado para obtener tal brillantez, ¡le dedicamos tan poco tiempo a los zapatos!, que si nos detenemos a observarlos a detalle obtendremos un rápido escáner óptico del perfil de una persona y más aún, la de un abogado. Palacio de justicia: Es un Estadio jurídico donde todos juegan contra todos. No falta algún practicante distraído que en su iter tramitis, confunde los papeles, y entrega un ensayo sobre Kelsen al juzgado de paz letrado o un escrito de constitución en actor civil al profesor de teoría general del Derecho. A fuego lento hervían los procesos. Los sumarísimos eran los más lerdos y otros “de conocimiento” eran olvidados como juguetes viejos en el sótano. Hasta los catedráticos se volvían magistrados. Y los muros de palacio poseían una pulcritud etérea, escondiendo algún procesado para convertirlo, luego, en secretario. Inmenso, aparatoso, engranaje judicial, rey del sacro imperio: vistos y considerando. Implacable con los pequeños, triturador del tiempo, se ramificaban sus tentáculos hacia todos los despachos, engrosando expedientes o abortando casos. La justicia sin fuerza es impotente y la fuerza sin justicia es tiránica, filósofo Pascal. “Aquí el único impotente es el Juez Zamalloa”. Repetía siempre el Doctor Taboada. “Postergarme la Audiencia” ¿a mí? “¿Ya olvido la facultad que lo engendro?”. “Lameculos”. “Mequetrefe”. “Paquetero”. Solía vociferar mi maestro de prácticas. Acostumbrado a romper la mano o aceitar alguna voluntad en favor suyo, armaba escenas así en su espora. Pero cuando veía al juez Zamalloa en los zaguanes de la corte, era inevitable llamarlo “hermanito del alma” o “mi querido doctor”. A pesar de ello el juez, un hueso duro de roer, no caía en esas palabrerías baratas.
El sistema penitenciario de aquellos años era una cloaca a reventar. Los resocializados salían más avezados, con muchos contactos y tan fríos como el hielo. Se matricularon en la reincidencia al cometer una vez más el mismo delito. Otros en la habitualidad. En ambos casos nuestra función como penalistas era: demostrar la existencia o no del delito e identificar si el investigado era o no el autor. Y si algo no funcionaba siempre quedaba como un as bajo la manga, el “hermanito del alma” o la aceitada. Si había dinero de por medio, abogábamos por nuestro patrocinado, en busca de la inocencia o en otros casos el olvido de la pena. A juzgar, todo el sistema de justicia se movía, empezando con una denuncia y terminaba –casi siempre- con la condena de nuestro cliente, luego de 3 años litigando. A veces el dinero no alcanzaba. Entonces, como armas letales, esgrimíamos códigos y coimas y favores y defensas técnicas y ¿el resultado? ¡No siempre se gana, no siempre se pierde, pero siempre se cobra!
Era mediado de los 90. Y ya olía a abogado. Mi hedor se esparcía a cientos y miles de centímetros a la redonda. Termine con la mochila de espalda e inicie una nueva relación con un maletín de cuero negro que le adquirí en una subasta a un martillero procesal. Los meses avanzaban imperdonables hacia el fin de año. Mi vida sentimental oxigenaba mis noches de estudio jurisprudencial. De algunos procesos judiciales podía succionar unos cuantos soles. Nada podía estar mejor. En la universidad junto a Maxi, Nando y Salvatore emprendimos una campaña de sublevación contras las autoridades universitarias, por enquistarse en el poder. El Perú de los 90 se caía a pedazos. Había convulsión social y los militares asumieron el control absoluto de las calles. La inflación evaporaba nuestras esperanzas. En esa anarquía, Maxi nos propuso formar comisiones para vigilar la Universidad, durante las noches. Al parecer se rumoreaba que el rector introducía al campus insumos armamentistas en favor de sendero. La autoridad tenía alianzas con los izquierdistas, marxistas y rojos. La universidad, como bien sabes Alicia, es un área intangible no apta para la policía nacional. A falta de justicieros, nosotros éramos los guardianes de la legalidad dentro de nuestra alma mater. A pesar de la insistencia de Beatriz por verme, le prohibí que nos acompañara por ser peligroso para su embarazo de 5 meses. Lo recuerdo con claridad. Desde las 9:00 pm sobrevolábamos la periferia en busca de algún acto subversivo que delatase al rector. Todo se originó aquella noche. Caían gotas gruesas, dejando cráteres en la tierra, vaporizando el polvo en un sonido singular. Nos protegimos con sacos impermeables y avanzamos entre las sombras de las facultades, inmaculadas de día, siniestras por la noche. Nos detuvimos. Un iré gélido se coló por nuestras espaldas. Las luces del campus simbolizaban calma. No habíamos traído nuestro máuser. Oímos un crujido. Nuestros estómagos habían estado en abstinencia desde hacía 6 horas. Hundimos nuestros pies en el frontis del estacionamiento, cuando, allí entre los arbustos se desprendió un sonido gutural sordo. Nos agazapamos a la luz de la luna. Un bulto se movía cimbreándose entre la hierba. Dejamos de avanzar. La niebla nos encegueció por un instante dejando hebras encima de los árboles. El bulto negro parecía flotar entre la maleza. Lo vimos alejarse hacia dos yardas a la izquierda dejando en su lugar una flama que devoraba trozos de cartón y madera. Se acurruco cerca del pino y prendió otra hoguera. A mi costado, Maxi se arrebujo y me jalo del brazo: “Es un soplón piro maniaco, vamos por él”. Pero yo solo, salí. Me acerque bajo la luz de la luna que doblegaba mi sombra. A muy pocos metros de distancia, vi como este tipo, bulto negro, era fulminado por una decena de balas, muriendo al instante. Maxi, desde los arbustos, hechos a correr y yo frente al estacionamiento, me quede petrificado. Segundos después personal de las Fuerzas Armadas ingresaban al estacionamiento, recogían el cuerpo y me decían “terruco asesino” mientras me sujetaban los brazos. ¿Terrorista yo? el cuerpo de aquel hombre usado como carnada yacía remojado en pólvora. A pesar de no tener mi máuser, las FF.AA me sembraron el rifle. Según ellos, todo encajaba: yo lo había matado. De la comisaria, a la INPE, al cuartel y luego a El Frontón. “Te jodiste, terruco de m...”. Me derivaron a una celda junto a un tipo desgarbado, cabeza hirsuta, piel agrietada, minero…
– ! Ichigo! – grito Alicia sorprendida.
– Si el mismo. De victimario a víctima. Se memorizo mi rostro durante su juicio oral. ¿Cómo iba a olvidar al estudio de abogados que lo condeno a 30 años de prisión? ¿Y yo? Pues condenado a él por 24 horas durante 25 años. Asesinos excomulgados, abominaciones humanas, el excremento de la sociedad se concentraban en esa prisión sin mediar la raza, religión o el delito. Ese año algo murió en mí. A todos los nuevos los bautizaban la primera noche, seis o siete gorilas. No fui la excepción. Luego tenías que pagar cupos si no querías terminar siendo la golfa de ese infierno. Y si antes, la Tuberculosis o la Sífilis, no te devoraban, la soledad te podría las entrañas. En otra dimensión o hasta quizá en otra época, Beatriz era presionada por sus padres para abortar. La universidad era cerrada por ser nido de pro senderistas. El Doctor Taboada exiliado por dirigir una red de magistrados corruptos. Todo en mi primer año de cárcel. Les pedí a mis padres que me llevaran mis libros de Derecho. Después del almuerzo diario, arroz agusanado con lentejas guardadas, masticaba el código penal hasta que llegaba la hora de esparcimiento. Tenía aun la esperanza de recibirme como abogado. Iluso. Con frecuencia extrañaba a Beatriz. En la frialdad de la celda, le escribía cartas anhelando verla cuando cumpliera mi sentencia. Jamás ocurrió. Sin Beatriz, sin carrera, sin nada que perder, surgió ese ímpetu de escribir mi historia desde el dolor. La tristeza se empozaba en la prisión como la garúa sobre el pétalo. ¿Y mis sueños? Pues desechos por cada día más de encierro. Luego de un par de meses, conservando la esperanza, decidí acceder ante el pedido inclemente de mis vecinos que pedían papel para el baño, así fue como regale todos mis libros de Derecho. Ichigo, el silencioso compañero que hasta aquel instante me había tenido un odio sincero, decidió hablarme de su tristeza. Durante un par de semanas nos mostramos sin caretas y descubrimos que nuestras vidas estuvieron aclimatadas en las injusticias de la ley. Me confeso que aún amaba a Carmencita. A pesar de todas las mentiras que había dicho, no le guardaba rencor. Me conto que su relación inicio por qué pasaba mucho tiempo a solas con ella, mientras Lucrecia se iba a trabajar, Carmencita le comprendía. Al principio la consideraba como una hija más, pero luego cuando regresaba a la mina, no hacía más que pensar en ella. La edad era un problema. La relación con Lucrecia se fue enfriando, porque sus constantes reclamos lo agobiaban. La única razón de su regreso a la casa era para ver a Carmencita que ya mostraba su feminidad a todas luces. Se terminaron enamorando. Cuando Lucrecia descubrió su clandestina relación, decidió alejarlos a toda costa. En algún momento Ichigo pensó en dejarla para escaparse con su hijastra, pero la denuncia esfumo todo el plan. Carmencita, obligada por su madre fue llevada a declarar al Ministerio Publico acusándolo por violación sexual cuando en realidad lo hicieron con amor. Más tarde cuando Carmencita se arrepintió, todo estaba consumado. Aunque Ichigo, jamás llegará a sentir otra vez la libertad, sentía simpatía por mí, luego de haberme desecho de esos libros. Era un ardiente enemigo de los abogados y del Derecho, muy a pesar de conocer mi procedencia como estudiante de leyes, compartía su espíritu desgarrado de ser un nombre más en un papel, olvidado en alguna oficina o peor aún convertirse algún día en un expediente estudiado para sustentar un grado profesional de alguna universidad del país.
A los 3 meses de no saber en manos de quien estaba mi caso me presentaron a Joaquín Parrales, abogado. Barba precolombina, lentes de Carey, ojos de mosca, flaco. Todas sus palabras las adornaba con un acento francés. Compensaba en su labia la escasez de sus carnes. Su mediocridad solo era superada por su mediocridad. La presencia de su nariz en el expediente termino por gangrenarlo completamente. Mi libertad se esfumaba gracias a sus escritos. Era de oficio. Sin posibilidad de cambiarlo, fui negándome a sus visitas conforme iba moviendo los labios. Me hablaba de la justicia. ¡Qué mentira más grande! ¿Justicia?, estar encarcelado sin motivo, viendo mi vida derrumbada por un delito que no recuerdo haber cometido, me hablaba de Justicia. Luego de conocer el caso de Ichigo, me hablaba de justicia. Comemierda.Un 27 de diciembre de 1990, fue la última vez que vi a Parrales, un 27 de diciembre, vi como 7 gorilas violaban a un joven ayacuchano recién llegado, un 27 de diciembre recordaba con rabia la injusticia de mi encierro, un 27 de diciembre Beatriz murió, un 27 de diciembre Ichigo me regalo su amistad, un 27 de diciembre los abuelos de mi hija decidieron llevársela a los EE.UU, un 27 de diciembre decidí volverme escritor. Para ahogar mí rabia y maldecir ese país estigmatizado, escribía, Para mostrar la realidad del Frontón, escribía, para escapar de mi mundo hecho pedazos, escribía y mientras escribía, escribía.
¿Cuántos años tendría Alicia? ¿Hoy, 12 años después ambos eran víctimas de los enredos del destino? Esos ojos aterciopelados, cejas arqueadas, y hasta la misma sonrisa ¿Beatriz? Luego de 25 años como poder olvidarlos. Eduardo Chavarry había dispersado en sus escritos a miles de personajes con los rasgos de Beatriz. Esos ojos, se le hacían tan familiares…
La batería de la grabadora falleció. Alicia había sido testigo de la catarsis del escritor. Eduardo Chavarry, había sacado de su corazón algo que tenía atorado hace mucho tiempo. Ahora, miraba hacia el vacío de la terraza, ante él una verdad parecía habérsele relevado.
– ¡Alicia! Quiero que seas lo más sincera conmigo– Dijo Eduardo Chavarry, mirándole sus ojos aterciopelados, Necesito saber algo, ¿a qué edad te llevaron a vivir a los EE.UU?
– Apenas nací, mis abuelos me llevaron allá. Mi madre murió cuando me dio a luz y a mi padre jamás lo conocí. Dijo Alicia – Algo contrariada por la repentina pregunta del escritor.
– ¡Dios mío! ¡No! ¿Por qué juegas conmigo de esa manera Dios? – Suplicaba Eduardo mirando al cielo.
– ¿Qué le sucede Doctor Chavarry? – se alarmo Alicia.
– ¡Respóndeme con la verdad, Alicia! ¿Cómo se llama tu madre? – Dijo Eduardo levantando la mirada para no dejar caer una lágrima.
– Beatriz del Pino. ¿Por qué me lo pregunta?
Eduardo Chavarry se desvaneció.
“El destino es juguetón, un travieso. Y hoy, 12 años después ambos eran víctimas de su enredo”.
[1]Universidad José María Arguedas