El cuestionamiento a las políticas educativas luego de transcurridos varios meses de una intensa huelga magisterial que se extendió por todo el país es comentada desde una mirada crítica y propositiva por el ex Ministro de Educación Nicolás Lynch. La política dentro de los gremios educativos y la presencia de grupos radicales también concita el interés de nuestro columnista. En materia educativa y desde la mirada de los maestros, hay muchísimo que hacer. Imagen: Fuente huaralinforma.pe
¿Qué nos deja la huelga de maestros seis meses después de concluida? Una radiografía de nuestro Perú. Si algo destacó en ese movimiento social fue la reaparición del estigma ancestral con el que las élites criollas en el poder tratan los reclamos en este país. Pero esto, que lo vemos en la vida cotidiana, alcanzó una dimensión mucho mayor cuando se trató de los maestros de las escuela públicas, cuyo número se acerca al medio millón y que tienen una influencia directa en varios otros millones de peruanos entre estudiantes, padres de familia, vecinos y allegados.
Desde el primer momento, cuando se trataba de un movimiento regional y localizado en el sur andino, hasta el último cuando los maestros ocupaban la Plaza San Martin en Lima, se buscó su aislamiento social y político, basado en el desprecio por sus demandas y por ellos mismos. El vehículo de este desprecio ha sido recurrir al estigma social que enfrenta a los que saben, la conducción del momento en el Ministerio de Educación, con los que no saben, la dirigencia magisterial. Los unos representados por los ministros a cargo, primero Jaime Saavedra —antecedente fundamental de esta huelga— y luego Marilú Martens, ligados a los organismos financieros internacionales y sus agentes locales, y los otros representados por una dirigencia magisterial fragmentada —Sutep, Conare, Comité Nacional de Lucha— parcial y supuestamente ligada a grupos terroristas, aunque esto hasta el momento no haya sido probado por los canales respectivos.
Los que no saben fueron progresivamente caracterizados, conforme avanzaba la lucha, en su realidad profesional: como maestros, cuyo estatus en el Perú se haya agudamente disminuido; en su procedencia regional: como provincianos y en su situación económica: como pobres. Pero también ayudó a esta caracterización el pertenecer a un sector del magisterio especialmente excluido, los maestros rurales y de pequeñas y medianas ciudades de provincia. El contraste, sin embargo, se completó al presentar, implícitamente por supuesto, que se trataba de una población chola, racial y culturalmente distinta a la élite dominante. El estigma fundamental que ha marcado nuestra historia quedaba así establecido y resumía a los demás.
Sin embargo, este estigma no estaba completo y no funcionaba sino tenía su síntesis política, porque de aislarlos y finalmente derrotarlos políticamente se trataba. Por ello, despierta y va avanzando desde el poder, emblemáticamente desde el Ministerio del Interior, la caracterización de terroristas. Una vez que existen como terroristas en la opinión pública es factible establecer una polarización irreductible que lleva a tomarlos como “los otros” con los que no es posible nada, ni siquiera conversar.
La realidad, sin embargo, era otra. Se trataba de un movimiento social real, que levantaba reclamos justos y que, algo que tardaron más de un mes en aceptar los grandes medios de comunicación, gozaba de legitimidad popular. Esto último, fundamental para el éxito del movimiento, se dio primero en sus pueblos y regiones de origen y luego también en Lima. Fue conmovedor conforme los días pasaban ver llegar a los maestros de Lima, rebasando a sus propias dirigencias, a la Plaza San Martín para solidarizarse con sus colegas. Todo esto porque a diferencia de lo que se esmeraban en repetir el gobierno y los grandes medios, los que no saben terminaron demostrando que sabían más y mejor que los que ocupan el poder. En dos de los temas fundamentales en disputa dejaron sentado que no se puede evaluar a los maestros sin establecer las condiciones mínimas necesarias de salario y condiciones de trabajo para ello. Y, asimismo, que la dedicación de recursos a la educación pública es magra en comparación con quince años atrás (el porcentaje del PBI como presupuesto del sector educación apenas ha subido del 3 al 3.8%) y pobrísima en relación con nuestros vecinos, varios de los cuales como Argentina, Bolivia, Chile y Brasil tienen presupuestos como porcentaje de su PBI entre el 50 y el 100% más altos.
Empero, ¿por qué la dureza del poder, otras veces más flexible ante los reclamos magisteriales? Porque los maestros no solo demostraban saber lo que el gobierno oculta sino que cuestionaban una política educativa que se había presentado en los últimos años como el éxito concertado de varios gobiernos frente a un problema clave. Esta política, resumida por sus críticos como “el maestro barato” es la que siguen los ministros José Antonio Chang, Jaime Saavedra y Marilú Martens, durante los gobiernos de García, Humala y Kuczynski respectivamente. Ella se plasma en el afán sistemático de sobre explotación de los maestros por la vía de los bajos sueldos y su control político a través de evaluaciones punitivas. El objetivo no es elevar la calidad de la educación pública sino abaratar el costo del servicio educativo y mostrar una vitrina con buenos resultados —los colegios emblemáticos y/o el programa Beca 18— para que parezca que la educación mejora en el Perú. Pero quizás si lo más importante es que esto se traduce en un golpe a uno de los pilares del relato hegemónico en las últimas décadas. “El Perú crece”, “vamos camino a una educación del primer mundo”, cuando la huelga magisterial demostró que el crecimiento es para muy pocos y estamos muy lejos de una educación de calidad.
Sin embargo, otro elemento a considerar y que explica también la dureza es la práctica desaparición de la dirigencia tradicional de los maestros, el Comité Ejecutivo Nacional del Sutep, dirigido por Patria Roja. Con esta dirigencia, mal que bien, diversos gobiernos en los últimos años habían logrado arreglarse sin tener que enfrentar cuestionamientos de fondo, como sucedió en el caso de la última huelga. En esta, la situación fue diferente ya que enfrentaban a una dirigencia nueva, en buena medida desconocida y que cuestionaba la política que el poder y los medios creían exitosa, apuntado a reivindicaciones muy sentidas por los maestros. Aunque la presencia en la dirigencia, aunque no parece mayoritaria, de dos grupos radicales, Puka Llacta y Sendero Luminoso, este último el grupo más sangriento del conflicto armado interno peruano de fines del siglo XX, le dio al gobierno la excusa perfecta para evitar el trato con los maestros e inventar diversos interlocutores en su lugar.
De esta manera, se diseñó desde el poder un desenlace poco feliz para la huelga magisterial. Se insistió en desconocer su existencia y desconocer a su dirigencia casi hasta el final con el objetivo de cansarla y finalmente rendirla. Las concesiones que se le dieron no fueron fruto del trato directo y para ello contaron con la involuntaria complicidad de un Comité Nacional de Lucha poco experimentado y muy radical sindicalmente. Ello llevó a diversas fechas de finalización unilateral de la medida que no le dieron a nadie la victoria en el conflicto propiamente tal.
Esto no es óbice para señalar que por primera vez en década y media hay un movimiento social, de gran magnitud y antigua tradición de lucha, que cuestiona con relativo éxito una política educativa, considerada por el propio orden neoliberal como fundamental. Lo hace, además, logrando que caigan los velos ideológicos de la república criolla, que debió recurrir a sus fobias más profundas para rechazar al otro, por más que represente a un movimiento real, como interlocutor válido con el cual sentarse a conversar.
Pero cuáles serán las consecuencias en términos de política educativa de esta huelga. Es difícil de prever. En lo inmediato, no se sabe todavía el desenlace gremial que tendrá la huelga, si habrá un nuevo sindicato de maestros o si continuaremos con un solo sindicato unitario, tampoco se conoce que hayan habido negociaciones ulteriores con el Ministerio de Educación, más allá de las declaraciones genéricas de que todo seguirá igual. Este silencio de las partes lo único que augura es una nueva reventazón de impredecibles consecuencias.
El nuevo ministro Idel Vexler, es indudable que ha atemperado las aguas, pero no sabemos cuál es su programa educativo, la relación de este con el Proyecto Educativo Nacional, si hay alguna, y sobre todo, cuál es su política magisterial en el corto y mediano plazo.
Ojalá que al menos los actores políticos retomen el debate educativo más allá de la repetición de generalidades sobre políticas fracasadas. Una viga central del mismo es considerar el derecho a la educación como fundamental para el desarrollo de la ciudadanía y la democracia. Pero, para que esta educación sea de calidad no podemos basarnos en un maestro barato y con el estatus deteriorado. Revertir esta situación debe ser tarea de todos.